domingo, 1 de mayo de 2016

¡DOBLAD LAS CAMPANAS A MUERTO, QUE LA FE ES EL MUERTO!

Traducción del artículo escrito por Gianluca di Pietro para RADIO SPADA
  
Portadas de las traducciones española e inglesa de la Exhortación Apóstata “Amóris Lætítia”
«Y sobre el patíbulo, respondió tres veces [a la petición de jurar la nulidad del matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón y la jefatura del mismo monarca sobre la iglesia inglesa] con tres afables “¡No!”. Luego volviéndose a la multitud de espectadores dijo a gran voz: “Pueblo Cristiano, yo muero por la fe en la Santa Iglesia Católica de Cristo”. Perdonó antes a su verdugo y cayendo de rodillas recitó el Te Deum y el salmo XXX con las palabras: In Te Dómine sperávi, non confúndar in Ætérnum».
  
Estos fueron los últimos dramáticos y conmovedores momentos de Juan Fisher, el cardenal mártir que decidió darle la espalda al propio rey, antes que darle la espalda al Señor, perder la vida en vez de perder la Fe.
  
San Juan Fisher, Mártir de la Fe
 
¿Y todo esto por cuál motivo? Testimoniar la belleza de un amor sincero, estable, puro cual es el amor matrimonial predicado por Cristo y, después de Él, por la Iglesia.
  
“¡Qué estúpido triunfalismo, qué tremenda actuación!”: son estas las únicas y lógicas conclusiones que podemos sacar a posteriori, después de haber leido la reciente Exhortación Apostólica.
  
Ningún adjetivo si no desconcertante podría describir en forma tan apropiada la Amóris Lætítia publicada al término del bienal “camino sinodal” que “ha permitido poner sobre la mesa la situación de las familias en el mundo actual”.
  
El cardenal vienés Schörnborn ha divulgado por casualidad lo que para mí son los motivos de tanto desconcierto durante la conferencia de prensa de presentación del documento: en este último, se mete en cantina la artificiosa, exterior y neta distinción entre “regular” e “irregular”, la actitud de categorizar las situaciones. El prelado busca luego de tranquilizar a los normalistas: “La doctrina no es infectada; se trata de un desarrollo orgánico de la doctrina”, frase que en otros tiempos sería sin más incursa en las sanciones eclesiásticas de la Pascéndi y de la Lamentábili Sine Éxitu.
 
En otras palabras, el cardenal admite cómo el relativismo es, en última instancia, la palabra clave del documento, aunque enmascarada bajo el término típicamente ignaciano y jesuítico de “discernimiento”. En virtud de juegos de palabras como este en todo el documento, el texto resulta ser extremamente tortuoso: las decisiones papales son las escritas entre líneas o en las apostillas y no sobre los renglones. Para comprenderle es necesario estudiar a fondo el documento, como lo sugiere el mismo Francisco: “No recomiendo una lectura general apresurada. [La Exhortación] Podrá ser mejor aprovechada, tanto por las familias como por los agentes de pastoral familiar, si la profundizan pacientemente parte por parte o si buscan en ella lo que puedan necesitar en cada circunstancia concreta”.
  
Sin embargo, el potencial de la exhortación va más allá: Podemos entender el texto como una suma, un compendio de la eclesiología de Francisco. Elevando las apuestas, un manifiesto de fundación de otra Iglesia. La AL no solo disuelve –temo- el sacramento del matrimonio, sino que manda a buen retiro toda nuestra fe que como católicos confesamos Una, Santa, Católica Apostólica y Romana.
   
La fe no es más romana: El Papa no es más el “judex ómnium temporálium atque spirituálium”.
«La complejidad de los temas planteados nos mostró la necesidad de seguir profundizando con libertad algunas cuestiones doctrinales, morales, espirituales y pastorales». Frente a la complejidad de la realidad, Francisco no quiere o no sabe poner la palabra “fin” como un Clemente Romano a las disputas surgidas entre los Corintios. Prefiere ser la voz del Cuerpo de los Obispos y para esto “recoge los aportes de los dos sínodos”. Entre el “deseo desenfrenado de cambiar todo sin reflexión” y “la actitud de pretender resolver todo aplicando normativas generales” Francisco confirma el principio de la superioridad del tiempo sobre el espacio, ya teorizado en la Lumen Fide y en la Evangéli Gáudium: no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervención del Magisterio. ¡Así que la Iglesia es abandonada a la anarquía y la Verdad es decidida por la democracia!
   
La fe no es “una” porque es variamente “inculturada”.
Francisco espera que este documento pueda orientar la reflexión, el diálogo y la praxis pastoral en vista de una inculturación de la doctrina. Esta última, de hecho, aunque siendo “una” puede ser diversa y lícitamente interpretada de acuerdo a las culturas y las tradiciones. ¿No ha Cristo predicado en cambio unus baptísma y una fides a fin de que todos estuviésemos bajo el mismo unus Dóminus? Nada extraño a nuestros oídos: estamos habituados a esta extraña y heterodoxa eclesiología de Francisco para quien la Iglesia es un poliedro con varias caras, todas diversamente distantes del centro, pero todas con identidad propia.

La fe ya no es “santa”, que está “disuelta por el mundo de las pasiones y de la materialidad”: la Iglesia ha indoctrinado el Evangelio.
El segundo capítulo se abre con la enunciación del segundo axioma de la teología de Francisco: si el tiempo es superior al espacio, la realidad es superior a la idea. Mientras que del primero no es dada alguna explicación, remitiendo al lector a los sus escritos precedentes, el segondo axioma viene motivado: según una suerte de Hegelismo, se afirma que las llamadas del Espíritu Santo resuenan también en los acontecimientos mismos de la historia y solo en este modo la Iglesia puede ser guiada a una comprensión más profunda del inagotable misterio del matrimonio y de la familia. Si por un lado la crisis del matrimonio reside en los imperantes empellones del secularismo y del individualismo –por él justamente condenados-, no menos culpable es la Iglesia, la cual es llamada a una autocríticaTenemos que ser humildes y realistas, para reconocer que a veces nuestro modo de presentar las convicciones cristianas, y la forma de tratar a las personas, han ayudado a provocar lo que hoy lamentamos, escribe Francisco. La Iglesia ha presentado un ideal de familia demasiado abstracto y esta idealización ha vuelto al matrimonio poco atrayente. Otra culpa de la Iglesia es haber apreciado poco la conciencia de los fieles, que muchas veces responden lo mejor posible al Evangelio en medio de sus límites. La Iglesia antes de él ha perdido la compasiva cercanía que Jesús ha mostrado ante la adúltera y la samaritana.
  
La fe no es más “católica y apostólica”: el fiel es al tiempo et peccátor et justus.
En casi ocho capítulos, Francisco se esfuerza en describir cuán complejo es lo “real”, pero con el único objetivo de valorar su tesis de fondo. Es mezquino detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano. Las normas generales ­–o sea, la Ley de Dios- no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares. Por esto, Francisco propone el único camino transitable: la Iglesia tiene una sólida reflexión sobre los condicionamientos o factores atenuantes, los cuales es bueno tener en cuenta. ¡Estas son las exigencias del Evangelio en los tiempos actuales! En virtud de esto, no es más posible decir que quien vive en objetivo contraste con el querer de Dios no posee la gracia santificante. Algo aberrante y contrario a la doctrina: como recita el Catecismo, El pecado disminuye la Gracia Santificante. No es igualmente mezquino redescubrir en estas palabras de Francisco una semejanza con la doctrina protestante que Lutero compendió en la frase pecca fórtiter, sed crede fórtius. Para Lutero, de hecho, el fiel es et peccátor et justus: la Gracia de Cristo no obraría tan a fondo para “convertir” el pecado, sino que se detendría superficialmente sólo a recubrirlo. Sólo así el hombre será justificado.
    
Esta es la nueva y descabellada régula fídei, el hilo conductor de toda la obra subvertora de Francisco, el espíritu que mueve sus pasos y la ruta suicida que toda la Iglesia está siguiendo.
 
Nosotros no tenemos el mismo temple y la misma santidad del Cardenal Fisher, ni el mismo coraje a inclinar la cabeza bajo la hoz.
  
No nos queda más que llorar.
  
Doblad las campanas a muerto, pues, y gritad: “¡Es muerta la fe, y con ella todos nosotros!”

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